Metástasis III

Metástasis III

Luis Tamarit

Prólogo

Luis Tamarit: un retrato duplicado

Hay un hombre en una casa vacía alejada del mundo. Hay un hombre con un candil en la mano que va buscando a los hombres y no los encuentra. En la negrura más espesa de la noche, el hombre dice la luz que germina en lo oscuro: la luz de las casas en ruinas, de las ventanas sin cristales, de los desiertos de piedra. Hay un hombre que ordena meticulosamente sus paisajes interiores al tiempo que registra la agonía de un mundo desvencijado.

La soledad, un tema recurrente en tantísimas obras literarias, es el eje vertebrador del proyecto descomunal de Luis Tamarit titulado Metástasis. Una ambiciosa obra circular compuesta por mil poemas de estructura fija distribuidos en diez libros independientes, del que el lector tiene ahora la tercera parte. Un trabajo cuyo propósito principal es permanecer humano, una vez que el hombre ha recibido de la filosofía el regalo de este presente ruinoso: un enorme vacío existencial y ontológico. Una encrucijada ante la que solo cabe la urgencia de vivir, cifrada a lo largo de toda la serie bajo esta consigna alentadora: Apresúrate aún queda cuerpo para el dolor.

La soledad, dice Cioran, no nos enseña a estar solos, sino a ser únicos. Únicos o solos, los hombres nos refugiamos en ella: unos en compañía de nuestros pensamientos, otros bajo el cobijo de la palabra escrita, ya sea propia o ajena. En ambos casos buscamos el diálogo interior, la comunicación con los demás o con nosotros mismos. Una vez, mientras charlábamos en un café de una ciudad desconocida, le pregunté a Luis Tamarit si la fealdad y el horror del mundo podían afectarle hasta parapetarlo en la soledad más sórdida y dolorosa. Hay días –me dijo– en los que uno es incapaz de ver la luz del cielo.

El poeta busca en las palabras un espejo en el que mirarse.

El hombre en ruinas del que habla Mariano Íñigo es el mismo que persigue a los otros en las noches sin nadie. Un alma en pena que mendiga la luz dentro de un vacío implacable: Vladimir Holan en su casa de Kampa. Georg Trakl en los abismos de la droga. Paul Celan en los espejos del Sena. Almas visionarias que multiplican sus visiones: manos extranjeras que buscan manos ajenas. Sombras inmateriales abrazadas a universos evanescentes:

Mozart esculpiendo su réquiem al final de sus días. Jackson Pollock rompiendo sinfonías sobre lienzos bizarros. Keith Jarrett dibujando arquitecturas catedralicias como moles de tristeza. Una nota agónica de piano sostenida en el tiempo. Una nota melancólica de piano anunciando otra aurora.

A cientos de kilómetros de la casa vacía hay otra casa vacía alejada del mundo. El hombre que la habita se despierta de madrugada y baja a la playa a ver amanecer. La oscuridad más espesa de la noche –la que filtra las horas angustiosas del insomnio– va dejando paso a una luz anaranjada que emerge en la línea del horizonte: el Mar. El mar como templo del vacío: el lugar de la reclusión, la casa de las iluminaciones. El mar como cabaña a la intemperie donde seguir velando todas las despedidas.

Días de luto, noches luminosas, ventanas famélicas, países de lluvia. Maestro en el arte de la contradicción, mentor de un pensamiento de contención aforística, Luis Tamarit fusiona campos magnéticos, aviva amnésicas sombras. El abrazo imposible del que habla el poeta –el abrazo del nosotros– lo niegan ahora las palabras compartidas, las tristezas ambulantes errando de mirada en mirada: de los ojos del que escribe a los ojos del que lee.

Aniquilada ya la distancia, el hombre ha encontrado al hombre.

Ahora, en la luz resucitada de la noche, dos manos dibujan –simultáneamente– una casa en la próxima primavera.

Íñigo Linaje

Benicarló, 18 de abril de 2020

Epílogo

Un poema no escrito respira en todos los presentes


Escribir es ocupar un espacio en el tiempo, afirmación que serviría para cualquier ejercicio escritural sin excepción (o para cualquier disciplina activa). Sin embargo, se revela con más evidencia en la lectura de Metástasis III como definición preventiva de esta tercera entrega de un poema que se enlaza, como le gustaría decir a Borges, al poema del mundo, a la poesía universal entendida como la escritura permanente de un libro infinito, escritura ad eternum que viaja según su naturaleza y en su naturaleza misma (habría dicho Valéry) y sigue ocupando espacio, sigue proyectándose en el tiempo. Metástasis III, además, sigue ocupándose del espacio y sigue ocupándose del tiempo. ¿Y si ese espacio es la escritura misma, un espacio en el que se desenvuelve la sintaxis de una lengua dada, la morfología de una combinatoria en la que el léxico abstrae su semántica? ¿Y si ese tiempo es el cuerpo, la bios del cuerpo, de un cuerpo inequívocamente matérico, concreto, arrojado al camino de su fatum escatológico o a la conclusión final de la búsqueda de su onthos que lo completa mediante la siempre contingente semántica del poema?

Desde luego esta Metástasis III abunda en una semántica finalista, escatológica en su significación clásica (muerte, morir, tumba, esqueletos, cadáveres, cenizas, noche, muertos, luto, podredumbre, lápida, oscuridad, calcinada, erosión, agua estancada, nada…); sin embargo, todo este profuso léxico alusivo no es más que un señuelo, un conjunto de grandes metonimias cuyo papel en el poema es su representación como actantes estéticos para conformar una de las partes esenciales de la materialidad general del poema frente al envés de la misma hoja escrita constituido por lo intangible. Jaime Gil de Biedma defendía que el acto poético sólo tenía lugar cuando el poema era leído; hasta entonces no había nada, el poema no era tal, no existía.

Una interpretación provisional de esta propuesta nos presenta los dos lados de un hecho estético: el de la idea en su forma larvada (la eventualidad de la escritura –para nadie–) y el del imago perfecto (la lectura potencial –de alguien–).

Escribe Tamarit al principio (poema 204) de esta entrega III: «A nuestro alrededor ríos sin desembocadura playas sin mar / palabras sin esperanza.» En definitiva, se trata de la antigua y celebérrima formulación metafísica de Aristóteles (Metafísica, Libro IX, 1) del ser en acto y del ser en potencia que sustancia la acción, el movimiento, y este proceso está ciertamente sujeto al tiempo y al espacio en sus apreciaciones convencionales, aunque también en las que atañen al ser que existe, que fluye en la realidad y sale a esa realidad. No transitaré, sin embargo, por estos caminos espinosos y profesionales. Sólo diré que esos ríos, esas playas y esas palabras son en acto lo que su relativa condición de no-ser les permitirá ser potencialmente, ya sea en su versión más profundamente desoladora y desesperanzada. Y creo yo que este vaivén de lo que fue, lo que es y lo que será es una de las preocupaciones que subyacen en el pensamiento tamaritiano a partir de una pulsión dramática de la existencia de ese yo que escribe en el espacio diluido en un ecuménico nosotros o en un tú distanciador:

Caminas entre lo que fue y lo que será caminas como camina la savia en los letargos vegetales (210).

Y en el fondo, muy en el fondo, acaso subsista la idea hiperbólica de Cioran según la cual cada vez nos interesa más no lo que un autor ha dicho, sino lo que hubiera querido decir; no sus actos, sino sus proyectos; menos su obra real que su obra soñada: Un poema no escrito respira en todos los presentes (221).

Lo que sí es bien sabido es la consideración formal del propio Luis Tamarit de sus (incluida ésta) tres Metástasis publicadas hasta ahora como un único poema fragmentado; borgiano, pues, al menos parcialmente, y que tendría (y la tiene), por lo tanto, continuidad. El conjunto tripartito de Metástasis constituye un solo y extenso poema que testimonia el proceso consciente de la escritura mediante una morfología específica en la que, con propósito estético, destacan la aliteración, la agrafía prosódica, la anáfora y la paronomasia como rasgos imperativos y que subrayé como singular en el texto de presentación, un mes de mayo de 2017, en la librería zaragozana «Antígona», de su Metástasis II: «el uso de la paronomasia y de la aliteración […] persigue […] la fijación de la idea a través de la materia léxica capaz de adherirnos a ella, a la idea. El que tales rasgos formales se inscriban siempre en los últimos versos de cada poema, como una suerte de coda, hace más estimable esta observación.» Esta estructura se reitera aquí, pero con la misma finalidad expuesta en aquel texto de presentación: «La traslación a la posición privilegiada del lector de Metástasis constatará que la variabilidad y la fluencia son términos muy queridos de Bergson y que Tamarit nos los cede de muy buena gana: lo sentido en el fluir interno (la experiencia de vida; el reconocimiento vital) conduce a sustituir lo estable por lo móvil, lo continuo por lo discontinuo. El lector, así, ya no podrá interpretar Metástasis como una propuesta poética rígida, sino que se vuelca, en cambio, hacia lo fluido y lo elástico, hacia la representación del desorden y lo mudable de los tránsitos temporales que son, asimismo, tránsitos existenciales de aquella experiencia de vida en un contexto conflictivo definido por el choque de las distintas realidades que perfilan nuestra común esquizofrenia social.» Con matices y variantes, estas palabras pueden actualizarse hoy, ahora, para su tercera entrega.

Una variante de la intangibilidad que citaba antes y apreciable ahora es que, si en Metástasis II el poeta observaba y sentía fluir el mundo desde una posición elevada, como un vigía desde su atalaya, ahora el poeta sintiente, agazapado en el centro de la noche, acecha el devenir del tiempo («Apresúrate no queda tiempo para la ceguera / Apresúrate no queda cuerpo en la espera» 240); acecha a la naturaleza y a los seres (los muertos, los «rostros» inconcretos o esos «cuerpos» merecedores sólo de cita) que lo rodean; su propio cuerpo; su propia escritura en tránsito hacia el poema, «hacia el final del poema» –263– («el cuerpo del poema el poema del cuerpo» 235).

Se encuentra Tamarit en un estado de plena disponibilidad o de espera a ser lo que será mientras está siendo; una suerte de testigo que, al decir de W. Benjamin, estando finalmente preparado para atravesar y «reconocer el territorio el temblor donde somos» (286), acude a la llamada aún una vez más (como una sombra) y se sumerge en ella de inmediato:

Lo que pasó lo que pasará está pasando ahora (277).

La vida del hombre moderno es una práctica esencialmente monótona, ha dicho Valéry. El lenguaje político que inunda todas las actividades de la vida es lo más parecido a las verborreas embaucadoras de los rábulas; un lenguaje excluyente y que nos hace perder la perspectiva esencial de ser humano. Frente a éste se luce con esmero y violento dandismo la más contrapuesta y abominable actualización postaristotélica del sintagma «animal político» que invierte los valores morfosemánticos clásicos y eleva su significado a una categoría moral de clase. ¿Será tal vez la ausencia de lo que nos han arrebatado, de lo que nos falta y por lo que de alguna manera somos (siempre con una continua sensación «temblor»de pérdida) por lo que no logramos situarnos en el presente sino por medio del dolor?:

Tanto esfuerzo para nada cuando sabes que no vendrá nadie a compartir su dolor con nosotros (254).

Este dolor no es sólo el que produce la abulia («la vida es un péndulo que oscila entre el tedio y el sufrimiento», se lamenta Schopenhauer) de un sistema de valores desindividualizadores, uniformadores y esencialmente superficiales, vagos y fútiles, sino también la manifestación sensible inmediata por la pérdida, por las pérdidas («Pérdida a pérdida el dolor aún camina» 281–): pérdida del altruismo residente en el pathos social; de los signos formadores de la cultura; de los fundamentos de la educación crítica; de la formación estética del espíritu sensible capaz de superar el puro pragmatismo de las tecnocracias totalitarias cuyas consecuencias se vierten diariamente ante nuestras miradas atónitas. Metástasis III es, también, locus donde se inscriben tales fallas a través de un ser antonomásico; es decir, representativo de la totalidad de deseos insatisfechos que nos arroja –quiere Tamarit trasladarnos– al escepticismo como mínimo y, sin dudarlo, al desamparo de lo humanístico y a la desolación del afecto humano:

Siempre más cerca siempre más lejos añoramos los días luminosos en el país de la lluvia anhelamos la lluvia en los desiertos donde nos abrasa el viento (206).

En estos rasgos se inscribe asimismo la variante metapoética, la reiterada manifestación de la imposibilidad de la palabra poética para superar un trance que, lejos de ser nuevo, se manifiesta a lo largo de la diacronía histórica:

Travesía tras travesía voces muertas eléctricos latidos un poema salta de hemisferio en hemisferio sin puerta donde llamar ni quien llame a su puerta (273).

Cuerpos y poemas atraviesan el mismo silencio (246).

Metástasis no es solamente un extenso poema en el que es fácil observar el culto por la propiedad léxica e incluso el consciente esfuerzo por alcanzar el –tan valeriniano, por otra parte– brillo abstracto de la frase. Este rigor formal debe asociarse además al (tan, por otro lado, antivaleriniano) fondo, al contenido, al significado sujeto a la entraña álmica, al pensamiento, a la idea... Tamarit no deja nada a la improvisación; sin embargo, dista mucho de ser aquel Mallarmé para quien la función exclusiva del lenguaje relegaba todo pensamiento a la categoría de simple incidente. La materia poética de Tamarit encierra, al contrario, un gran peso específico relativo precisamente al pensamiento como acción capaz de traerlo todo a la existencia mediante la actividad intelectual. Y es en el orden del espíritu, en la categoría de lo intangible donde se inscribe esta actitud lírica que Luis Tamarit combina con el signo, con el significante para mostrarnos también una realidad que es ya definitivamente poética y preguntarse, o dudar, siquiera provisionalmente, de que sea el lenguaje la sola, la única realidad.

Si Metástasis III nos sitúa en un plano de significación polisémico no es solamente por su forma, sino por la combinación de ésta y la idea. La poesía, así, pasa de ser aquel texto que se juzgaba para nadie, incurso en el plano de la expresión, al poema leído por alguien y adherido al plano de la comunicación: la polisemia de la expresión se encuentra finalmente con la multinterpretación de la comunicación. Contingencia e inmanencia se unen en el texto leído del mismo modo que «Un cuerpo refleja en nosotros las mismas llamas / Un poema refleja en nosotros las mismas llamas» (220); de la misma manera que los «Cuerpos y poemas cruzan el mismo desierto» (214). En busca ¿de qué?:

Cuerpos y poemas deambulan como quemaduras desveladas por lo que aún está por venir deambulan como medusas sin memoria por las fosas marinas (281).

O, por fin: Cuerpos y poemas hablan del acontecer que no halla descanso ni reposo hablan del acontecer que no encuentra parientes entre los pliegues de las palabras (231).

Materia y espíritu («lo perceptible y lo imperceptible» –243–) fluyentes y confluyentes para no soslayar otra variante visible: la implícita censura de la tragedia humana, la actualización del tristísimo homo homini lupus al que asistimos con la más ignominiosa naturalidad:

Entre lo vulnerable y lo vencido en las ventanas de cada madrugada el mar en calma el horizonte en llamas el fondo del azul rebosante de ahogados

Una zona capaz de levantar ampollas en la mirada

Algo se resiste a mirar hacia otro lado (243).

Si «Todo comienza de nuevo para ser interpretado»; si «Todo comienza para ser de nuevo terminado»; si «El tiempo es una ciudad habitada por muertos» (251), tan diferente a cualquiera de las splendides villes de Rimbaud, ¿habrá por fin alguna esperanza? El poeta responderá con sus «ventanas con hambre atrasada» para que el lector encuentre la «casa» más apropiada donde colocarlas. No nos da su respuesta; es necesario buscarse para encontrarla, para encontrarlas, distintas, adaptables a nuestra propia certidumbre, escepticismo o intuición.

«Todo nos devuelve al mismo camino» (301), concluye Luis

Tamarit un poema que comenzó con la muerte atravesando «lo que se niega a morir» (201), un imposible anhelo de eternidad que, sin embargo, se reproduce en la propia palinodia del eterno recomenzar. Claro que no lo obvia el poeta, para quien, al fin y al cabo, esa dimensión temporal –tan nietzscheana por lo demás–, en su evocación machadiana, se resuelve en su [hoy es] «siempre todavía» (263). Antes, Oscar Wilde se convenció de que «para el poeta, todos los tiempos y lugares son uno.»

M. Martínez-Forega

Zaragoza, septiembre 2020




Nota Biográfica

Para determinar, si fuera necesario, mi biografía (el objeto de la documentación o de la ficción histórica) debería bastar con una breve contextualización

espacio-temporal del tipo: Luis Tamarit nació el 29 de mayo del año 1961 en Puçol (Valencia). Si alguien quisiera saber más añadiría: ejerció la docencia en el Departamento de Estética de la Universidad de Valencia y fue profesor de Filosofía en la Enseñanza Media de la Comunidad Valenciana.

Para determinar, si fuera necesario, mi bibliografía, debería bastar con decir que llevo escribiendo Metástasis desde los años ochenta (en 1981 publiqué el libro Partitura de silencios, hoy preferiría no haberlo publicado nunca). El libro que el lector tiene en sus manos, Metástasis III, es el tercer volumen de la obra Metástasis (lo que empezó como un proyecto que partía de diez volúmenes inéditos ha ido soltando lastre, perdiendo cuerpo, cuando escribo estas líneas; nadie sabe cuántos volúmenes serán publicados, nadie sabe cuántos poemas se salvarán de la quema, nadie sabe cuántos serán reescritos). Metástasis I fue publicado, en esta misma editorial y colección, el 27 de febrero de 2017. Metástasis II fue publicado, en esta misma editorial y colección, el 30 de septiembre de 2018. Cada libro consta de cien poemas, más el primero del siguiente libro.

Todos los poemas de Metástasis son más o menos coetáneos entre sí; tienen algo más que un aire de familia, tienen linaje. No hay unos poemas escritos hace más de cuarenta años y otros hace unos meses. He escrito y reescrito, durante todos estos años, la misma obra desde el principio hasta el final. He pretendido que cada poema tenga sentido por sí mismo, que se pueda leer independiente del resto y que, al mismo tiempo, todos los poemas juntos formen un único poema, una totalidad insumisa.

Con todo lo dicho, nada está dicho aún. Importa lo que dice el texto no el autor, la voz o voces que hablan en cada poema, el sentido de los poemas mismos.

Una vez más, debemos repetir, con todos los que han repetido antes la misma idea, que no hay ninguna potestad hermenéutica del autor sobre el sentido del texto. La interpretación es competencia exclusiva del lector. El resto, desde Shakespeare a Wittgenstein, es silencio.

Foto: Román Soto. Marta Tamarit

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Si cada instante se persigue a sí mismo la opacidad es tan ilegible como la transparencia

Como un vuelo de aves por los bosques de la noche

Nadie habla por boca de los muertos sin violencia

Nadie amordaza a los muertos nada los silencia