OCCULTA VERITA

JUAN MORO Y VV.AA.

OCCULTA VERITA

Distribuye: Circular

PrOLOGUS

Cargado de un erotismo dramático. Las imágenes crean un contraste entre lo antiguo y lo moderno, entre lo académico y lo transgresor. Sus personajes transitan entre los claroscuros que cincelan la anatomía humana y lo enigmático de un mensaje en el que está presente lo onírico, como una fuerza de percusión surrealista. En sus composiciones explora lo oculto y la espiritualidad, encerrado todo ello en un aura mitológica. Juan Moro propicia una estética barroquizante, con composiciones de inquietante pasión, belleza y sensibilidad. 

En este trabajo del autor, el desnudo es la constante  que plano a plano, pliegue a pliegue de la piel, va dibujando una representación proferida por medio de un juego de luces y sombras, enmascaradas por una dorada claridad donde se desenvuelven los personajes, una atmósfera de texturas pictóricas que se mimetizan con un suelo o una tela que acompaña la torsión del cuerpo.  Figuras en ocasiones estáticas, de cuerpos poderosos, de mirada desafiante, de rostro 

ausente o cegados ojos. Imágenes donde se palpa una sensualidad inconsciente que cristaliza en el placer de lo desconocido o aquello que permanece restringido y solo es posible percibir a través de la visión del sueño o la pesadilla dantesca, donde nada es lo que parece y todo es posible. 

La desnudez es el cónclave de la fotografía. Una anatomía siempre hermosa, con una cuidada evaluación de volúmenes en cada composición. Piel, músculo, y también, por qué no, huesos. Una colección que destila belleza y que induce a reflexionar más allá de lo que hay a simple vista y de la magnífica técnica de la que hace alarde. Una colección de imágenes configuradas en el tiempo, con un único pensamiento en el que la carga simbólica y espiritual de sus fotografías se hace 

patente. En todas y cada una de ellas, hay algo más: una pasión inquietante, belleza y sensibilidad. 

Desirée Orús 



EPILOGUS

Fotografías: JUAN MORO

“Occulta Verita” es el triunfo de un bendito ladrón que nos ha robado a todos los colaboradores la atención, la mirada e, impávidos y felices, el corazón. Sus surrealistas, hiperbólicas, poderosas e integrantes fotografías nos han hecho cómplices de un delito de exaltación de creatividad artística y estética oscura contra el tedio bestia, la modorrez reinante y la baja pulsión cultural establecida. Juan Moro estampa en el asfalto caliente de unas urbes santificadas con uvas y campanas logrando el orgasmo de unir a estos cuarenta y dos escritores, poetas y artistas en torno a una “rara avis” genial, digna de un francotirador de la fotografía. 

Moro nos convierte así en argonautas despistados, enrolados en esta nave para un viaje de destino incierto, pero que no es otro que el arte y sus trincheras. Por eso, “Occulta Verita” no es sólo un libro de fotografías y poemas. Es un objeto visual. Un gran poema del arte total que aspira a ser arte en sí mismo. Pues en esta nave habita la sublime paradoja de proyectar una luz divina sobre las sombras de la muerte. 

Para Juan Moro, este libro es una suma de infinitas experiencias personales y artísticas. Una summa artis particular donde se sintetizan los reflejos y la oscuridad. Experiencias inefables unidas tanto en la vida como en la fotografía. En este caso, en una sublimación de los claroscuros soterrados entre las grietas del alma y la memoria. Porque no debemos olvidar que no hay más sabia y mágica incandescencia que la de la melancolía disparada en forma de retrato. Una inmortal encarnación del viaje hacia la totalidad salpicada por la mortalidad de su trastienda, que no es sino un viaje a Ítaca. La materialización del sacrificio  que tuvo a bien relegar para el futuro el gran Homero. Las ruinas, bien lo sabe Juan Moro, correctamente iluminadas son reclamos de un pasado moribundo que nos exige convertirlas en un futuro prometedor. 

Pero no contento con eso, el fotógrafo, cazador del momento sublime, invoca una mediación con el oráculo con la que pretende revelar el nervio por el que transita la vida. Delata así los poderes del inconsciente, sacralizando la demencia de la divina locura. ¿Acaso hay mejor forma para dejar testigo de la neurosis colectiva y la impotencia creativa de la cultura moderna que enfrentándola a las aristas de su trauma? 

Hay, nadie podrá negarlo, una extraña danza pagana peleando por salir en cada uno. Es, en cierto sentido, la expresión subconsciente de la heroicidad de la perversión. Ese extraño y peligroso lugar donde lo incorrecto es hermoso y el martirio de la contención equilibra los límites del desastre. Eso no quiere decir que no haya que romper los límites del silencio. El corazón, acuartelado por el suplicio del confinamiento desea abrirse, anunciar el éxtasis de la liberación. Pero no puede. Encuentra así, en el arte, su pasadizo a la satisfacción. 

Y son los mismísimos dioses quienes portan estos cuadernos. Estos grabados de la historia repletos de emoción, que en la obra de Juan Moro viven en unos inescrutables seres de hierro y óxido que, más que descubrirse, invitan a ser contemplados desde el ascetismo. También poseídos. Bajo peligroso riesgo para quien se enrole en su viaje, riesgo de no saber volver. Por eso parecen hablar un idioma antiguo, como un murmullo propio de una tierra sin árboles ni ríos. Parte de un mundo que no existe, o sólo reservado a un recóndito lugar de la mente donde no llega el correo. En algún momento podrían ser como los fósiles humanos de Pompeya: cubiertos por un telón de polvo de oro; de oro viejo. Una metáfora del crisol de belleza que existe en la corporeidad humana. Logra así, el fotógrafo, mostrar aquello que no puede ser dicho. Desvelar, más allá de las palabras, el erotismo que es el núcleo de la existencia humana, sin descartar un cierto aliento brutalista. Un peladorinvocado para alcanzar a pelar la dura cáscara de la vida y descubrir lo más hondo de la beldad mundana. Aquí, refugiada en los cuerpos no-normativos. 

Con sus fotografías, Juan Moro provoca una visión del instante decisivo, de la catarsis liberadora. Estas instantáneas subliman la ceremonia del reconocimiento. Nos enfrentan a quienes somos. Incluso a los dioses que adoramos. O quizás al hecho de no adorar ninguno, pues somos nosotros quienes, con la mirada furtiva, estamos mirando su obra para robar las máscaras. Para ver nuestro narcisismo, nuestra repulsión, nuestro deseo, aflorado y enfrente, más allá de apariencias y embustes autoinfligidos. La incredulidad ahoga. La imagen es la señal del fin del caos. No hay grito de fe. Sólo seres ateos. Y en esas que la clave es no mostrar demasiado. Evitar la confrontación. Desechar el cebo visual de la curiosidad, si es que esta puede empujarnos a la incomodidad. La fotografía de Juan Moro juega en otro sentido. Explota los cuerpos para situarlos en un sueño al límite de su existencia. No esquiva el miedo. Pica en la complacencia de quien alcanza el éxtasis. Y no un éxtasis efímero, sino uno que mutila la transitoriedad para revolcarse en una dimensión permanente. 

Juan Moro ha guardado los restos de sus batallas. Los recogió en secreto y, ahora, les da un lugar en este libro. Un hábitat en una nave hecha de papel impreso que navega sin patria porque, de tener alguna, está dentro de las hojas impregnadas de tinta. 

En definitiva, las fotografías de Juan han sido el reclamo visual para esta epifanía de amistad y complicidad en un proyecto que ha unido a tantas personas como estrellas en un árbol de Navidad. Ha hecho magia el “Indio”. Porque lo que quería, desde el principio, era que todos nos lleváramos guardado en el bolsillo un trocito de su corazón de artista. Y así lo haremos. 

El tiempo de la hipnosis se acabará pronto. Pero él seguirá con nosotros. Con su cabeza desnuda y sus tatuajes de guerrero, emboscado tras su objetivo con plumas de ave real y ojos de garza. Porque, como dijo Friedrich Hölderlin: “difícilmente abandona el lugar lo que mora cerca del origen”. Y ahí acecha Juan Moro. Cerca, tanto como le es posible, del origen. 


Sergio Abrain